Olvidar de donde venimos

Decía esta semana un Hermano Mayor de una hermandad de barrio, que la Semana Santa malagueña había perdido parte de su encanto. A juicio de este veterano cofrade, nuestra Semana Santa se ha vuelto «demasiado perfecta» y ha perdido parte del encanto de la década de los 90. Y, como bien se encarga de recordarnos el refranero español, en la vida no existe puntada sin hilo. Al siguiente día; otra cofradía, esta de Centro, anunciaba su intención de realizar su salida procesional desde su nueva Casa Hermandad abandonando así su sede canónica en las tardes de Miércoles Santo. Dándole la razón a aquel hermano mayor, una nueva apuesta por el éxito en detrimento del encanto.
Discutir la conveniencia de las Casas Hermandad para las cofradías de la ciudad no tendría ningún sentido. Este avance logístico ha brindado a nuestras hermandades la posibilidad de preservar, cuidar y exponer el patrimonio cofrade como nunca antes. Los inconvenientes de guardar los enseres en un almacén para tener que montarlos y desmontarlos cada Cuaresma son evidentes. Las ventajas de poder exponer nuestros tronos en salones y mantenerlos durante todo el año también resultan indiscutibles. No hay más que mirar a aquellas corporaciones aún relegadas al «tinglao» que sufren las penurias de dormir a la intemperie durante varias noches del año.
Pero lo cortés no quita lo valiente -habrán de disculpar el uso excesivo del refranero español, vicios de Marianista arrepentido-. En pos de este avance, muchos parecen haber olvidado el principio teológico que nos lleva a celebrar nuestra Semana Santa: hacer procesión de fe desde nuestras sedes canónicas al principal templo de la ciudad. Por cuestiones evidentes, el tamaño de los tronos malagueños ha impedido que muchas realicen estación de penitencia en la Catedral o puedan salir de sus iglesias. Pero lo que comenzó siendo una excepción, ha acabado por convertirse en la norma.
El objetivo de las hermandades es acercar a sus hermanos a las iglesias, a rezarles a sus Sagrados Titulares. Uno de los mejores momentos para ello es cuando éstos se encuentran entronizados en las naves de sus templos, simbolizando ese altar efímero que es eclosión de fe durante unos días antes de que todo vuelva a la normalidad. Los tronos, montados y con sus titulares, brindan una estampa única que se está perdiendo y que obliga a muchos cofrades a emigrar en las vísperas a otras ciudades en busca de una quimera en extinción.
Sin embargo, no se puede negar la conveniencia de salir de una Casa Hermandad, aún más cuando se acumula tal número de hermanos. Pero la Semana Santa y sus hermandades no nacieron para ser fáciles o convenientes. Nuestras cofradías se crearon para acercar a Dios a y a su Madre a los fieles, para ser símbolo de fe y cautivar a aquellos escépticos a través de la belleza más pura y más divina. Los cofrades no podemos abandonar las iglesias, hemos de maximizar la vida en ellas siempre que sea posible para no perder el sentido de lo nuestro. En una tradición basada en la simbología, no podemos abandonar nuestras raíces en pos de la comodidad o la conveniencia. Los cofrades corremos peligro de olvidar de donde venimos en la búsqueda de la perfección moderna, o en otras palabras, si abandonamos la simbología de la fe nos arriesgamos a «morir de éxito».