La normalidad de lo anormal

El Miércoles de Ceniza marca el comienzo oficial de la espera. Como si de un reloj de arena se tratase, los cuarenta días irán cayendo sobre el fondo del contador como lo hacen los granos de sílice en el más atemporal de los temporizadores. El tiempo pasa, es inevitable, y con su avance la vida se acompasa al cambio de la misma. Nunca viviremos dos Cuaresmas iguales porque nunca seremos la misma persona con 365 días de diferencia. Sin embargo, esta que ahora afrontamos puede ser la que más se parezca a una Cuaresma «normal» tras varios años de improvisos y sobresaltos.
Hace tan solo unas semanas que dejó de ser obligatorio el uso de mascarillas en los transportes públicos. Como vinieron, acabaron también por irse. Con mucho menos ruido y con una buena porción de nueces. Simbólicamente, la pandemia acabó hace mucho. En ese preciso momento en el que dejó de hablarse de ella en los telediarios para dar paso a la guerra, la inflación y un poco de todo lo de siempre. Para los cofrades la pandemia siempre quedará ahí. Para la inmensa mayoría, como aquellos dos años que hubo que quedarse en casa -o en las iglesias-. Mal menor. Pero para algunos, la enfermedad tuvo el capricho de llevarse a algún ser querido o de postrarlo en una cama por semanas. Es en esos momentos, cuando al cofrade se le marcan más profundamente las espinas de la corona y el puñal en el pecho. Era entonces una estampita lo que más nos acercaba a quien estaba en un hospital, aislado en una habitación o al otro lado de la calle.
Afortunadamente -ayuda divina incluida- todo eso ya quedo atrás. La que ahora afrontamos será la primera Cuaresma en completa normalidad. No habrá restricciones de aforo -al menos allá donde el Ayuntamiento decida no entrometerse-, ni mascarillas en los tronos, ni miedo a salir a la calle. Volverán los problemas de siempre, las Casas de Hermandad a rebosar en los preparativos, los cultos y sus besamanos, los ensayos sin restricciones y esa sonrisa descubierta al ver la cara de María Stma. del Amparo iluminada por el sol de la mañana. Volverá la normalidad y sentiremos algo raro en nuestro interior, esa sensación de que en verdad nunca se había ido. La impresión de que el tiempo no pasa, que hay cosas que no cambian y que los de siempre están donde siempre. Serán los nervios de un niño al probarse su primer capirote, o los de un joven que se acerca a su primer tallaje, los de una madre a la que por primera vez dejan llevar a su Señor o los de un pregonero ante un Cervantes lleno de nuevo y sin «cubre nadas».
Y no habría que ponerse nervioso pues ¿qué es un capirote, una medida, un varal o un pregón de por sí?… Nada. Sería anormal que eso centrara nuestra atención sino fuera porque Dios está detrás de todo ello. Él es quien dota de normalidad a lo anormal, por quien cuarenta días parecen una eternidad y un suspiro a la vez. Por Jesús es por quien hemos de llenar los varales y las iglesias por igual, para que todo tenga sentido. Es el turno de vivir con intensidad la espera, hacerlo sin limitaciones. Es el tiempo de emocionarse, llorar, reír y acordarse de como era todo para que pueda volver a serlo. Ahora toca que lo que parecía anormal, vuelva a la normalidad.